Relato: El novio de la monstruo

Siempre fui «El novio de la monstruo». En realidad, no siempre, sólo de pequeño y sólo hasta que entendí que es importante que los demás te acepten, que el rebaño es casa y que estando solo te mueres más pronto, según mi madre (ella sólo seguía con mi padre por ese motivo, me dijo: «Que si no…»). Papá y mamá me aleccionaron para que no me volviera a juntar con aquella niña deforme sin amigos e hice lo que todo buen hijo. Agaché la cabeza, respondí que no volvería a pasar y la seguí viendo a escondidas.

Y es que ella quería lo mismo que los demás y ya está, reír todo lo posible cuando surgiera la oportunidad, llorar solamente lo necesario y alguien con quien jugar. Pero la vida, como los críos, es cruel cuando se aburre.

Bruno y los de su banda me pillaron con ella, nos sorprendieron a los dos cerca del molino, dijeron que habíamos hecho cosas sucias allí y que todos en el pueblo se iban a enterar. Fue uno de esos momentos en los que se abren dos caminos y tomar uno u otro marca toda la diferencia como dijo el poema. Y mi elección fue clara:

—¡No es verdad, Bruno. No estaba con ella! Es que me sigue a todas partes y no puedo evitarlo. ¡No me sigas más, monstruo! ¡No me sigas más!

Cogí una piedra para subrayar la frase amenazándola y no importa lo mucho que le grité. Ella no cambió su gesto para que yo no viera cómo la rompía por dentro, pero lo pude escuchar como el sonido del trueno. Mi mano temblaba y noté una humedad en los ojos. Bruno lanzó el primero y los demás le siguieron, el rebaño es casa y yo miré mi mano, había arrojado la mía también por instinto, aunque mal adrede, para no darle. Detalles que no importan y son la marca del cobarde, la excusa que pone cuando llegan los arrepentimientos a los pies de la cama, justo antes de dormir. Los demás sí acertaron abriendo heridas y reventando esos tumores extraños que deformaban a la pobre niña. Ella salió corriendo sin entender por qué, con ese andar patoso y lento que tenía, y que hizo que más piedras la impactaran.

—Corre, monstruo, corre. Ja, ja.

Luego Bruno y los demás me escupieron de uno en uno y yo no cambié el gesto, ni dije nada, otra vez la marca del cobarde resbalando por la cara, amarilla y viscosa.

—Eres una rata cobarde y nos das asco. —Fue lo último que escuché.

Al terminar conmigo, se fueron como si nada a hacer lo de siempre: olvidar enseguida, fumar, prender fuego a algún gato, masturbarse todos juntos, cosas de críos de pueblo viejo, que no son monstruos, ni se juntan con ellos.

Cuando por fin desaparecieron, fui corriendo tras ella. Le iba a pedir perdón, contarle alguna excusa, decirle que tenía un plan para arreglarlo todo, cuando no tenía una mierda. La encontré un poco más allá, cerca del arroyo y tendida en el suelo. No sé si entonces ya estaba muerta o sólo inconsciente. Corrí a buscar a su abuelo. Vivía con él porque su madre murió en el parto y su padre se marchó con otra, después de decirle que era imposible que algo así fuera hija suya. Creo que aquel hombre esperó hasta que ella pudo entender la frase para decirla y luego la abandonó.

No sé, quizá también la llamó monstruo antes de eso, es lo que hace la gente normal.

Su abuelo… ¿Qué puedo decir? Era uno de esos hombres rudos que la cogió en brazos como una muñeca de trapo, la acunó en su pecho y la llevó directamente al cura por las calles principales del pueblo. Yo iba detrás con la cabeza gacha sorbiendo mocos. La muerte siempre pasó cerca de aquel hombre y estaba acostumbrado, se le había ido la esposa, luego la hija y ahora la nieta. El único que no se iba era él y esperaba hacerlo pronto, porque ya no le quedaba mucha razón de ser y la vida es un valle de lágrimas y todo eso.

Me miró mientras me aguantaba mal los lloros, pero no pude leer aquel rostro de cuero duro por el sol:

—Ahora ya no sufre más —me dijo.

Eso mismo repitió el cura en el sermón de su entierro y señaló que el pueblo la había matado y que bienvenidos todos al templo de los fariseos, ahora que lo veía lleno en el funeral, porque la única manera en la que la niña dejó de ser un monstruo para ellos fue muriéndose. Pero en realidad, los monstruos eran todos los que tenía delante:

—No ya por matar —aclaró en su sermón incendiario—, sino por algo peor, venir ahora como hipócritas a hacer como que os importa la pobre niña, cuando sólo queréis comprobar que ya no está y comentarlo luego en el bar, antes de olvidarla mañana.

Él, dijo, no era más que un viejo sacerdote de un dios vengativo. Él, dijo levantando su Biblia, a la que el haz de luz que entraba por el rosetón le arrancó destellos, creía en el Viejo Testamento igual que creía en el Nuevo, y ahora la niña estaba a la diestra del padre y los que hicieron esto arderían para siempre, empezando por las tripas.

—Azufre y fuego para los que lo hicieron y los que lo consintieron —dijo mirándome—. Porque el infierno reserva su peor lugar para los que no hacen nada en presencia del mal.

Consuelo para los justos y condenación para el resto, concluyó, esa era su promesa y la palabra de Dios.

Toda su congregación lo miró sin pestañear y algunos hasta sonreían un poco, sabiendo que Dios haría lo mismo que siempre en estos casos y todos. Yo me pasé la misa mirando al suelo y, al salir del entierro, la plaza del pueblo cobró vida, los niños corrían y Bruno estaba muerto de risa junto a su pandilla un poco más allá. Me vio de la mano de mi madre, hizo gesto de pasarse el dedo por el cuello y dijo rata en voz baja, moviendo los labios de forma exagerada para que se los pudiera leer desde lejos.

El cura tuvo que irse del pueblo y lo de la niña fue sólo un accidente, lo dijeron el alcalde y el cabo de la guardia civil. La pobre tuvo una mala caída corriendo y es normal, ya que tampoco podía caminar bien por su deformidad. Al menos, ahora ya descansa.

Llegó otro sacerdote, rechoncho y comilón, que nos sonreía de una manera extraña durante la catequesis y nunca hablaba de infiernos. Eso no existía en realidad, aclaró, porque la misericordia de Dios era infinita, así que, en realidad, el pecado no importa, decía, ya que siempre nos será perdonado.

Yo ya nunca dormí bien y me marché en cuanto pude a una ciudad llena de desconocidos, esperando a que la vida me diera la oportunidad de volver a ser valiente, porque la Biblia también hablaba de redenciones. Pero mi existencia fue la historia mediocre de un personaje de fondo en una obra que no trata sobre él. Sueldo mínimo en la carnicería, metro de madrugada y café soluble, de eso estuvieron hechos mis días. No se me castigó especialmente por no hacer nada, ni a Bruno por hacer algo. Fui incapaz de estar con una chica, eso sí, y siempre odié el sonido del trueno.

Sólo volví por el pueblo cuando mis padres me avisaron de que el abuelo de ella murió también al fin, a los ciento seis años. Tuvo una vida larga y solitaria como su funeral, contradiciendo los preceptos de mi madre sobre la muerte y la soledad. En la ceremonia, apenas estuvimos papá, mamá y yo, más dos empleados de la funeraria para el féretro. Luego vi a Bruno y los suyos en el bar de la Plaza y no me reconocieron después de tantos años, así que me senté a observarlos en una mesa del rincón. Les habían crecido enormes panzones duros y estaban congestionados y rojos, llenos de mediocridad, tierra, estiércol en las uñas, alcohol y restos de matrimonios muertos.

Es increíble lo que cabe en esas barrigas. Cuando abrí en canal la de Bruno con mi mejor cuchillo, se derramó un contenido apestoso como una catarata. El maestro carnicero me enseñó a hacerlo de manera que no afectara inmediatamente a nada vital, para que Bruno viera como se le desparramaba la vida por el suelo de la vieja casa del abuelo de ella, ya vacía a las afueras del pueblo.

—Limpia esto, anda —le dije—.

Con el mismo cuchillo, le corté las cuerdas que lo ataban a la silla y me senté a ver cómo intentaba recogerlo todo y metérselo otra vez en vano en la tripa, mientras gritaba de manera sorda y floja, como una alimaña pequeña. Todo se le resbalaba de las manos o le caía de nuevo porque siempre fue un inútil. Me levanté, me puse a su espalda y le di una patada que lo estampó de morros, reventando todo sobre lo que cayó. Lo último que vio fue cómo me pasaba el dedo por el cuello y le decía rata en voz baja, gesticulando mucho con los labios.

—Y ahora —dije a los otros tres que estaban atados al resto de las sillas, esperando su turno con los ojos muy abiertos y las bocas amordazadas—, ahora os toca a los demás y no os molestéis en suplicar o preguntar por qué.

Eso es lo que hacía ella mientras corría, la vida no me concedió otro momento para ser valiente y Dios no se tomó la molestia de hacer su trabajo, así que alguien tenía que dar un paso al frente.

Porque yo también creía en el Antiguo Testamento y cada noche aquella pobre niña me observaba desde el fondo de mis pesadillas. Lo peor es que lo hacía sin ningún rencor porque, al final, a pesar de todo, fui su único amigo y sólo quería volver a verme.