Lo antinatural

Lo antinatural

Hace poco, leía sobre cómo nuestra biología no está evolucionada para pasar largos ratos concentrados en algo, como escribir, leer, pensar… Obviamente podemos hacerlo y hacerlo muy bien, es solamente que, a priori, no estamos inclinados naturalmente para eso. Al fin y al cabo, si en tiempos nómadas de caza alguien se quedaba tres horas absorto en algo, en lugar de atento a cualquier estímulo alrededor, podía quedarse sin cena o ser la de algo más grande. Pero aprendimos a quedarnos quietos, a que la tierra que habitábamos nos diera de comer, en vez de estar buscando siempre nuevas, y a criar animales y no sólo perseguirlos. Eso nos dio tiempo para pensar. Y luego, para escribir.

Pero sigue siendo un hecho «antinatural».

Nuestro cerebro, atento aún a cualquier estímulo del entorno, tarda un tiempo en centrarse en la lectura o lograr la concentración profunda en algo. Es verdad que, a cambio de ese esfuerzo inicial, leer y escribir resultan una inversión que da mucho más de lo que aportamos, pero requiere un esfuerzo inicial, cuesta arriba y sostenido, no sale natural, la evolución camina despacio y somos los mismos de la cueva, pero con Internet. Por eso también, los estímulos constantes y la distracción que generan redes, móviles e imágenes en movimiento tienen el viento a favor, mientras escritura y lectura lo tienen en contra.

Literalmente, son actos de rebeldía en muchos sentidos.

Y yo he pecado de muchos errores escribiendo y leyendo, pero uno de los peores ha sido echar sal en esa herida y machacarme todavía más cuando esa concentración no era buena o no podía mantenerla durante mucho tiempo. Además de nadar contracorriente, he ahí el peso del reproche cuando, encima, andamos por el camino menos transitado que la mayoría ni siquiera toma.

Porque no nos engañemos con nostalgias, que sólo son trampa barata para vendernos algo que nunca merece la pena. Cuando yo era niño no había móviles ni Internet, pero tampoco estábamos todos leyendo en el patio del recreo o escribiendo por las esquinas. Quien lo hacía siempre fue, es y será una minoría.

Y no pasa nada, escribir y leer son actos que requieren un esfuerzo y escribir bien es muy difícil, así que mejor no complicarlo más con reproches o juicios de valor añadidos.

Recuerdo a un amigo, uno de esos gigantes bondadosos con barba vikinga. Una noche, sentado en una terraza con otros conocidos, hice un comentario jocoso metiéndome conmigo mismo, medio en broma y tres cuartos en serio, algo que no suele ser raro. Entonces, me miró de reojo, exhaló una calada de su cigarro, me señaló con los dos dedos que lo sujetaban y me dijo despacio, con una pequeña sombra de amenaza:

—Trátate bien…

Luego siguió con su cigarro y su tranquilidad, absorto en los mundos que pisan quienes solamente hablan para sentenciar lo importante.

Hace mucho de eso, este amigo se marchó lejos, aún recuerdo lo que dijo y me lo repito en el mismo tono amenazante que él cuando peco de nuevo de echar sal, porque bastante difícil es lo que hacemos (y bastante poco valorado está), como para que añadamos más peso en la espalda.

Igual que hace poco admiraba a quienes eran capaces de ponerse tras sus libros a firmarlos en una feria o, peor, ver cómo eran todos menos el suyo el que resultaba adoptado, tengo una admiración renovada por quien persiste leyendo y escribiendo.

Al fin y al cabo, muchos de los que conocí que lo hacían se marcharon también hace mucho, como aquel amigo.