Ah, los gozos de tener más de dos mil palabras escritas sobre esto y perderlas todas. Sobrevivió lo que decía sobre géneros literarios y el resto, el resto se perdió, en el mismo limbo de los héroes que no lo consiguieron o los calcetines que entran en la lavadora y ya no salen.
A mí eso nunca me ha pasado porque soy raro y mi lavadora también, pero me lo han contado mucho.
En fin, que perder un buen rato de escritura es una experiencia muy recomendable. El caso es que mi magnífica memoria hace que no recuerde nada de lo que escribí entonces y tampoco qué he comido hoy. Así que he aquí una cuarta parte de este cómo se hizo y, probablemente, última. Escribir también tiene que ver con ese extraño momento de después de hacerlo.
Cuando pones las tres letras de FIN y yo las pongo, sientes un extraño alivio y luego la sensación de que, en realidad, queda todo por hacer y ya volcaste todo lo que tenías.
Las maravillas de la corrección
En esto voy a ser breve, porque ya traté el tema aquí. Básicamente corregirse los errores uno mismo es tarea casi imposible por los motivos que ya dije. Sin embargo, lo haces, lo haces y fracasas, claro.
Eso es un problema cuando piensas, como yo, que mejor no enseñar borradores a nadie, así que eso de ayuda externa sólo te provoca una risa floja y nerviosa. Cuando enseñas borradores ocurre como con los trucos de los magos cuando ves lo que hay detrás.
Los primeros borradores de algo son un asco, no hay otra manera de ponerlo, así que si alguien que te lee los ve, se pierde la magia e incluso puede ser decepcionante. Mejor no conocer nunca a tus héroes, mejor no leer borradores o que lo haga la gente que tiene que hacerlo por temas de trabajo, esos ya están arruinados.
Además, nadie (yo) quiere mostrar lo malo que puede llegar a ser. Pero bueno, que en mi caso lo intentas hacer lo mejor que puedas por ti mismo y sale lo que sale. Además de la corrección entra en juego la eterna reescritura, pues ambas cosas se mezclan en ese después de hacerlo.
Reescribir es podar
Me parece un signo de maestría decir las cosas con las palabras exactas y ni una más. Cada dos por tres doy la brasa con Hemingway, Camus, etc. Con esos nombres, no es de extrañar que piense que cualquiera puede enrollarse, pero sólo los maestros pueden decir las cosas de modo que, si quitas una sola palabra, lo que se dice pierde el sentido.
Así que el éxito en la reescritura lo suelo medir en palabras, pero más en las que se quedan por el camino que en las que añado. Tengo ciertos vicios que no voy a decir (faltaría), y en esta fase procuro también cazarlos y encerrarlos donde nadie los vea jamás.
Por supuesto, me obsesioné, como siempre, con ciertas partes de la historia y mientras que esas las repasaba cincuenta veces o más (y no es una forma de hablar) otras apenas las toqué. La maldita carta, las conversaciones con el “abogado”, los sueños y los rostros de cera…
Si mostrara las primeras versiones, cualquier parecido con lo impreso sería mera coincidencia. Lo que también reescribí una y otra vez fueron los diálogos, por culpa de quién debió ser Nobel este año.
Las conversaciones hasta que brillen
Los diálogos siempre han sido una de las partes que más he intentado pulir siempre. Una y otra vez vuelvo sobre ellos hasta que sean naturales, hasta que correspondan realmente a quien los dice y no a mí.
Y tú te crees que consigues eso y entonces lees Sunset Limited de Cormac McCarthy. Ese libro es teatro camuflado de novela corta. En el teatro, los actores y su diálogo llevan todo el peso y con eso han de transmitir todo. Sin embargo, en el caso de teatro en papel se pierde gran parte de la tonalidad y el lenguaje corporal, obviamente. Pero lees Sunset Limited y eso no hace falta, McCarthy ha pulido los diálogos hasta que te deslumbren y cieguen incluso con el sol de invierno más débil. Es así de magistral, es una clase de cómo escribir conversaciones.
En general, McCarthy es un maestro de los diálogos, pero ese pequeño libro es la muestra de que el 99% de los que juntamos letras no podemos ni tocarle.
Cuando lees algo así y te das cuenta de lo que se puede llegar a hacer con eso, ya no te conformas con hacer cualquier cosa. Y si te conformas con cualquier cosa, pues mira, tú sabrás, pero yo no puedo.
Así que desde aquel día en que cerré ese librito los diálogos son, todavía más, fuente de reescritura constante. Intento no detenerme hasta que se claven suaves como la daga que acabas de afilar.
Y no, no consigo ser McCarthy, pero intento no dar demasiado asco porque hablar siempre me ha parecido un asunto demasiado importante.
Cuándo se para de reescribir
Yo no lo sé, y si alguien me dice que lo sabe dejo de escucharle. Yo no puedo leer algo mío y no cambiar cosas cada vez que lo hago.
Algunas veces lo mejoro y otras lo mancho, pero la cuestión es, en un momento determinado has de parar. ¿Cuándo? Pues cuando decides que ya está, que como sigas haciéndolo nunca terminarás y te vas a volver (aún más) loco.
Así que llega un momento en que trazas una línea arbitraria en la arena, cuando sientes que lo que tienes no es demasiada basura y que habrá de valer, si es que alguna vez quieres hacer otra cosa en tu vida. Así que lo cierras, te prometes no tocarlo más y con suerte lo cumples, porque si no, te quedas atrapado para siempre.
No te acaba de gustar, piensas que has de cambiar mil palabras más y rezas porque otros no se den cuenta de demasiadas cosas. Y poco más. La historia de lo que pasó después es sabida, Perdimos la luz de los viejos días acabó impreso, tras una llamada para decirme que no gané pero había alguien tan loco como para que le gustara una historia sin Vaticanos ni fustas.
Estoy seguro de que el otro artículo, el de las más de dos mil palabras, era mucho más sesudo y meditado, pero esto es lo que da una sesión de escritura improvisada en un bar si no eres Cormac McCarthy.