Cuando he hablado estas semanas de mi proceso de escribir, o de la ilusión como tributo para conseguir una buena escritura, soy consciente de un fatalismo que recorre todo por debajo. Tiene su origen en el hecho de que el enemigo más poderoso de la escritura es lo cotidiano. De la escritura y de cualquier otra cosa que implique crear en vez de consumir, y de hacerlo por las razones correctas y pobres.
Pero es que todos hemos sentido el enorme peso de lo ordinario y no me extraña que sea el antagonista en demasiadas de mis historias.
Una muestra de todo eso es por qué escribo antes del amanecer, que nada tiene que ver con un amor por la madrugada, sino con el reconocimiento de mi debilidad, de que no puedo vencer al día ni a los demás. Todo tiene que ver con el hecho de que sé que, más temprano que tarde, el día me atrapará. Una llamada, un mensaje o un email, una preocupación por el trabajo o la enésima videoreunión tocarán a la puerta y sé que, a partir de ahí, ya será imposible darle a la escritura algo más que el tiempo que pueda encontrar por los rincones. Que está muy bien, pero la escritura no vive de limosnas. Y escribir cuando te atrapa el día ya no será lo mismo porque crear requiere un tiempo, un silencio y una soledad. Y porque estás donde tu cabeza, no donde tus manos.
Antes, era como otros muchos que lo hacen justo al revés, escribiendo a las tantas un martes cualquiera, con apenas un par de ventanas iluminadas en el bloque de enfrente y música suave en los auriculares, mientras el reloj daba la una de la madrugada. Esa otra cara nocturna de la moneda era también el reconocimiento implícito de que el día te acaba atrapando siempre y, una vez ocurre, olvídate del esfuerzo y la concentración necesarios para sacar lo bueno que hay entre el barro de tus historias.
La escritura es un ser demandante que no sólo exige tiempo, sino exclusividad. También soledad y el silencio suficiente como para que todos los estímulos y los demás estén callados, de modo que puedas escuchar lo que llevas dentro y escribirlo.
Ya no soy joven como para creer que puedo con todo y, mucho menos, con los días. Por eso, simplemente, trato de ponerme fuera de su alcance todo el tiempo que pueda. Y sí, es fatalista, pero muchas de las mejores historias también lo son, porque qué mérito tienen las peleas que vas a ganar y las causas que no son perdidas.
Si estás creando durante ese tiempo que hay que defender como sea, no estás consumiendo, y esa traición es imperdonable. Así que debe ser sofocada, pero no con represión, sino con algo mucho más poderoso, mil tentaciones más fáciles que crear. Antes pensaba que, quien caía en esas cosas y no dedicaba tiempo a su arte, no era más que un diletante que no merecía mucho, pero he aprendido con el tiempo que desconocemos las batallas que llevan dentro los demás y la única certeza es que todo el mundo lucha alguna, o muchas. Y que lo cotidiano, el trabajo, la salud, la cuenta del banco, los hijos que lloran y los padres que lloran son enemigos formidables.
Por eso evitarlos en lugar de pelear. Por eso construirse un refugio que no puedan encontrar, ya sea en la mañana, en la noche o cuando se pueda, eso da igual. Y ese fatalismo no es derrotismo, sino todo lo contrario, el camino a la victoria, a seguir escribiendo tanto tiempo después.
A que las horas en ese refugio sean las mejores del día y, en ellas, mis pulsaciones sean cuarenta y cuatro cuando solo estamos mi escritura y yo.