El maldito síndrome del impostor (otra vez)

El maldito síndrome del impostor (otra vez)

¿Qué se puede escribir sobre el síndrome del impostor que no se haya dicho ya mil veces? Yo mismo he hablado de él en varias ocasiones, algunas de ellas, para defenderlo. Porque ya he escrito a menudo sobre lo mal entendido que está y la verdadera función que tiene. Pero eso no quita que sea un cabrón amargo sin escrúpulos. Especialmente, cuando eres escritor. Que supongo que, en realidad, se puede extender a cualquier otro arte, pero yo he venido a hablar de lo mío.

El síndrome del impostor afecta a cualquier profesión, pero cuando se trata de la escritura, lidiamos con una sensación más poderosa y compleja por varios motivos.

El primero es que somos humanos, de modo que siempre creemos que lo nuestro es más grave, más importante y más difícil que lo de los demás, por supuesto. Pero quitando las impresiones subjetivas, lo cierto es que hay varias razones más o menos objetivas que creo que hacen que ese síndrome nos pese algo más que al resto.

La primera es que, si estás escribiendo por donde debes, que es por la frontera de tus limitaciones, para ampliarla y ser mejor, siempre vas a estar rozando con los dedos la frustración. Que es positiva y lo que nos hace crecer como escritores, pero también nos muestra constantemente lo que aún no somos capaces de hacer y nos «derrota» muchos días en los que no conseguimos lo que queremos. Podemos repetirnos las veces que queramos que eso forma parte del proceso natural de crecimiento, e incluso que es una buena señal, pero jode. Y nos hace dudar constantemente de nosotros, añadiendo leña al fuego de la sensación de impostura.

La otra es que, si además nos empeñamos en leer libros buenos, que también amplíen nuestro horizonte y nos enseñen, esos libros también nos están mostrando lo mejor que se puede hacer, muchas veces lo mejor de lo que aún no somos capaces… Y de nuevo acrecienta esa sensación de que, mientras que esas páginas parecen escritas por un maestro, las nuestras parecen las de un aficionado, las de ese impostor.

Así, el verdadero proceso de aprendizaje de la escritura (del arte en general) es un recordatorio constante de lo que no somos, de que parecemos diletantes que balbucean, que no son escritores «de verdad», sólo juegan a serlo.

De nuevo, podemos repetirnos mil veces que esos mismos que han escrito esos libros magistrales también pasaron por ahí, que lo reconocieron abiertamente y que ese libro fue un parto que nació como un hijo deforme que requirió sangre sobre el teclado, como dijo Hemingway, para convertirlo en lo que nos emocionó. Lo que pasa es que repetirse esas cosas consuela poco contra la sensación, mucho más poderosa que mil palabras.

Por último, está el hecho de que, todo lo que te rodea, incluyendo a los demás, envía el mensaje de que ser escritor (artista en general) no es «una profesión de verdad» y, en estos tiempos de basura IA, parece incluso condenada a seguir el camino del dodo. En parte no es más que otra táctica para precarizar y abaratar la escritura, pero hace mella. Yo siempre quise independizarme de lo externo, pero me temo que eso es imposible mientras respiremos y, al final, la gota acaba partiendo la piedra y calando en esos discursos como que escribir es una impostura en sí misma, con la que pretendes «vivir del cuento». Otra expresión muy significativa que contribuye a la percepción actual que se tiene de la escritura y el arte.

Uno puede sentirse impostor siendo informático, contable o electricista pero, al menos, todo lo que le rodea no cree ni transmite que esas profesiones son «impostoras en sí mismas», como sí ocurre con las artes.

¿Soluciones? He hablado largo y tendido del tema, de lo complejo que es y las mil caras que tiene. El síndrome del impostor se sobrelleva y se intenta hacer las paces con él y muchas veces no se consigue. Es algo con lo que cada uno debe lidiar lo mejor que pueda y sepa… Pero no tengo remedios para lo que me rodea. Ni control sobre los perniciosos mensajes y percepciones que recibimos y nos moldean, sin importar que sean falsos o no. Esos mensajes consiguen que muchos de nosotros ni siquiera nos creamos escritores de verdad, que nos cueste decirlo a pesar de los libros publicados o los premios ganados.

Así de complicado es este síndrome del impostor que, en el caso de la escritura (del arte en general), creo que ejerce una sombra más alargada que en el resto de profesiones, donde todos estos factores no están tan presentes.