A menudo me han preguntado sobre la inspiración. Cómo tenerla y cultivarla, de qué escribir para esquivar la hoja en blanco.
Cuando he hablado del tema, he comentado que la inspiración en la que solemos pensar como tal no «existe». Los escritores somos seres supersticiosos a nuestra manera, y no pocos, como el autor Steven Pressfield, tienen a la inspiración como algo entre este mundo y otro en el que viven musas y conceptos etéreos e indefinibles. Algo un poco a capricho de la suerte, que se puede tentar, invocar o cuidar.
Personalmente, soy más del guitarrista de The Clash, Joe Strummer y su famoso:
No input, no output!
Lo que significa que, para poder expresar un torrente creativo, hace falta materia prima, ese input en forma de experiencias y vida. Porque los mismos días en el mismo sitio, haciendo las mismas cosas, dan lugar a los mismos relatos y las mismas neuras. Caminar en círculos que, sin darte cuenta, son cada vez más pequeños, hasta quedarte estancado en un punto central mediocre, dando vueltas sobre ti mismo.
Y es verdad el dicho, escribir es vivir. Por eso, sin lo segundo, no podrás hacer bien lo primero. No habrá inspiración, porque no hay vida.
Pero creo que hace falta algo más en medio de ese input y output. Nosotros, y nuestra manera de convertir lo que entra en algo que sale.
Eso depende de muchas cosas, entre ellas, cuánto estamos dispuestos a dejarnos cambiar y aprender del input, cuánto estamos dispuestos a ser curiosos, interesarnos, escuchar y mirar desde diferentes ángulos, de una manera más honda que la mayoría, prestando atención.
Porque escribir, además de vivir, también es pensar. Y si no estamos abiertos a comprender, a tener curiosidad y poner un sentido en una vida exenta de él, el output sale muerto.
Lo puedes ver en esos libros que se han «documentado» visitando los lugares exóticos en los que transcurre la acción, como esos autores best-sellers que se pueden permitir viajes a la cuna de los faraones, o las ciudades italianas que, por enésima vez, aparecerán calcadas y sin vida en una novela con un misterio ya escrito mil veces. O esa sobrecompensación de irte a Bali a encontrar la inspiración, y contarlo como el relato del amigo que enseña mil fotos de su viaje de boda, mientras tú asientes enviando lejos a tu cuerpo astral.
Nosotros, lo que hay en medio de ese input-output, somos lo que cuenta. Si no, simplemente estaremos plasmando fotografías sin alma, algo que pasará a través de nosotros sin que aportemos nada propio.
Siempre he dicho que los escritores que me gustan tienden a pensar hondo. No necesariamente como yo (y menos mal), pero se nota que su vida interior tamiza esa vida exterior que les inspira, y de la mezcla de ambas cosas, sale una buena historia.
Si no, da igual lo mucho que viajes a Nueva York para describir sus calles, o lo que hables con gente que haya vivido lo que quieres narrar. Será un dictado superficial de lo que te contaron tus sentidos o esas personas, pero sin el añadido de la emoción, ni de lo que llevas dentro y el arte vino para expresar.
Eso es lo que conectará con el lector de esa manera en la que sólo las buenas historias pueden hacerlo. Por eso hay escritores que te remueven sin haber salido de casa, porque en el bocado de una magdalena cabe toda una vida, mientras otros se han recorrido el mundo y lo cuentan tan hueco como su interior.
Leo las obviedades y perogrulladas en las entrevistas de esos autores tan famosos, que quieren parecer tan cool, no sea que marketing se enfade si no dicen lo más tibio que encuentren… y me quedo frío. Son una falla de mi tierra, cartón por fuera, nada por dentro. Y da igual que hayan contado una historia supuestamente épica que se fueron a buscar bien lejos. Porque ahí estaba la inspiración, pero no hicieron nada con ella.