John Keats dijo que la verdad era belleza y la belleza, verdad. Que esa era la única cosa que había que saber en la vida.
Y como buen poeta, mentía.
Es obvio que estamos atraídos por la belleza, es inevitable mientras seamos humanos. Algunos, con mucho tiempo libre en sus laboratorios, han demostrado que a los guapos les concedemos el beneficio de la duda, mayores sueldos, más inteligencia de la que tienen y les perdonamos comportamientos que no permitimos en el resto… Entre otras muchas cosas.
Cicerón se lamentó alguna vez de que los romanos echaban a las bestias a algún feo, sólo por diversión, pero es que incluso los recién nacidos se ven atraídos por rostros más bellos y se quedan mirándolos.
La belleza nos captura como lo hacen las sirenas, que con el canto idiotizan y con el acantilado destrozan. Por cierto, eso es algo que saben muchos sin escrúpulos.
Pero esto no va hoy sobre la belleza de las personas. Nos dejamos atraer también por las narrativas bellas, las palabras bonitas que dicen cosas que suenan bien, como que podemos si queremos, que somos los mejores, que basta con seguir un sueño, que el mundo es nuestro campo de juego y nosotros protagonistas especiales, con un destino que cumplir.
Esas que nos hablan de la victoria del héroe y de que los amores son como en el cuento.
Son narrativas tan preciosas que hacemos con ellas lo mismo que con los guapos, les concedemos que dicen la verdad incluso cuando mienten claramente.
Hay una tendencia natural a creer a las frases bonitas, porque las personas, desde bebés y hasta la tumba, somos atraídos hacia lo bello, así que no muchas se paran a pensar si Keats miente o no y si esas narrativas mienten o no. Nos atraen los finales felices y las secciones de autoayuda crecen, aunque la mayor parte de lo que digan construya un monumento a la estupidez, que cae cuando uno se para a pensar un poco.
Una de las narrativas más atrayentes es lo que la psicología llama «la falacia del mundo justo», que consiste en que asignamos a la vida la cualidad de la justicia, como si fuera un ser humano.
Ya sabe cómo funciona: que si «La vida da a cada uno lo que se merece», que si «pone a todos en su sitio tarde o temprano…». Narrativas bellas, narrativas falsas. Porque es bastante obvio (y demostrado) que no es así.
La vida no sabe leer, ni lo que es la justicia, ni es humana. A veces uno recibe su merecido, otras muchas no y en infinidad de ocasiones les ocurren cosas malas a los buenos. Basta levantar la vista y observar.
La última vez que lo comprobé, la vida no era una persona y muchos que trabajaron duro y fueron justos están sin techo, mientras muchos que roban siguen libres y ricos.
La vida se parece más a una selva que a un juzgado y son los lobos, no los hombres buenos, los que duermen seguros con la barriga llena. Algún lobo cae de vez en cuando, mientras la mayoría reina a sus anchas. Que creamos que esos «de vez en cuando» significan «siempre» es dejarse timar por lo bonito que suena.
Somos engañados por la falacia del mundo justo y también por muchas otras, pues miramos y no pensamos. La belleza de una narrativa no la convierte en cierta, pero es suficiente para cegarnos, para citarla en una red social, para vender libros tontos, para que diciéndola parezcamos más inteligentes de lo que somos.
Con la sabiduría que dan los inviernos (que diría Wilde) uno aprende (a veces sólo) que las frases bonitas, como el canto de las sirenas, pueden (suelen) ser mentira.
La belleza dispara las alarmas en el marinero curtido, que ya ha navegado por donde habitan los monstruos de cara bonita.
Belleza y verdad no guardan parentesco alguno, no van de la mano y todo poeta ha de mentir si quiere ser bueno. Pasan por delante esas frases, tan bonitas… Queremos seguirlas y creerlas y ver adónde van. Nunca nos libraremos de que nos gusten, pero a lo mejor, alguna vez, si no se trata de ficción ni poesía, podemos cometer el acto criminal de pensar cuando las escuchemos.