Las mentiras que nos contamos

Las mentiras que nos contamos

No hay nada más poderoso que una historia. Quien lo entiende, es capaz de dominar a los demás con la narrativa adecuada. Como escritores, deberíamos comprender eso mejor que los demás, y también ser muy cuidadosos con las historias que decidimos creernos y las mentiras que nos contamos.

En muchas ocasiones, esas historias y mentiras tienen una misión fundamental y legítima, consolarnos de la vida y sus cosas. Al fin y al cabo, es necesario engañarse un poco (mucho) para ser feliz a veces o rozar algo que se le parezca.

Sin embargo, el veneno está en la dosis y es importante que esas historias, además de consolar, no produzcan empachos y efectos secundarios, como el de estancarnos en nuestro camino escritor.

Así, cuando echas un vistazo por la ventana de redes sociales o conversaciones entre artistas, toda procrastinación se debe al perfeccionismo y esa voz que nos dice que no somos buenos es siempre síndrome del impostor.

Curiosamente, dejar la escritura para luego nunca se debe a la pereza o al hecho de que los contadores de historias somos capaces de hacer todo, excepto sentarnos a trabajar. No es una cuestión nunca de fuerza de voluntad, falta de carácter o que no nos importe la escritura tanto como cacareamos todo el rato.

Lo que ocurre siempre es que somos demasiado buenos y perfeccionistas como para sentarnos a escribir cualquier cosa.

Del mismo modo, no todo puede ser síndrome del impostor, digo yo. Algunos tenemos que afrontar que la voz que nos dice que lo que hemos escrito es una mierda lo hace porque, realmente, lo que hemos escrito es una mierda.

En mi caso, desde luego, dicha voz tiene razón más veces que la del impostor, porque la mayoría de lo que escribo es basura y tengo la sospecha poco secreta de que también es así en la mayoría de autores.

Escribo una página de obra maestra por cada noventa y nueve páginas de mierda. Y trato de poner la mierda en la papelera. Ernest Hemingway

Así, las historias que hemos decidido contarnos, como la de que somos perfeccionistas y no perezosos que no aman realmente a la escritura, no pueden ser siempre ciertas, porque nada lo es. Y cuando nos creemos la historia equivocada, nos estancamos, porque la elegimos con tal de no afrontar eso que no queremos mirar a los ojos.

Si toda duda sobre lo hecho no es más que síndrome del impostor, y no debemos dejar que nadie nos diga lo contrario, no miraremos el texto recién escrito con la inmisericordia necesaria para reescribirlo mil veces, hasta sacar el diamante del barro que hemos volcado sobre la página.

Si toda procrastinación es perfeccionismo, y no otras cosas que suenan peor y sobre las que podríamos actuar (como el hecho de que somos adictos al móvil o nos vamos tras la primera mosca que cruza volando), pasarán los años y seguiremos teniendo cero páginas en nuestro haber.

Los traficantes suelen tener la regla de no colocarse con la mercancía que venden. Los escritores podríamos aprender bastante de ellos. Porque somos demasiados los que nos creemos y vivimos en historias que nos dejan demasiado bien, y también en el mismo lugar de siempre sin avanzar.