Parece paradójico que algo tan indefinible como la buena escritura se pueda resumir en una sola palabra: emoción.
Ser capaz de crearla, de transmitirla, de volcarla en el texto.
Desde las más ligeras, como un sentido del entretenimiento o confort, hasta las más profundas. Esas que te cambian como se ha demostrado que hace la buena literatura o las que te dejan un hueco dentro cuando «ese» libro se acaba.
La cuestión es que, mientras que un cierto sentido del entretenimiento y otras emociones más superficiales pueden conseguirse con estilo y trucos solamente, como el uso la familiaridad o la nostalgia (recursos habituales con los que multitud de libros, series y películas poco memorables tratan de maquillar su mediocridad hoy día), conjurar emociones más poderosas y complejas requiere haberlas vivido y, no solo eso, sino haber hecho un trabajo de tratar de comprender y mirar de esa manera en la que muchos artistas son capaces de ver lo que los demás parece que no. Esa mirada capaz de reflejarse en cuadros, esculturas, canciones, historias, poemas…
Que no tiene que ser una vivencia en primera persona, pero sí haber estado lo bastante cerca (como en el caso de alguien muy querido) como para haberla experimentado de alguna manera.
Una vez más, esta es una de las caras del malinterpretado principio de: «Escribe sobre lo que sepas».
La cuestión es que no solamente precisas haber vivido esa emoción, sino saber expresarla. Eso requiere que la hayas mirado a los ojos y la hayas tratado de comprender de alguna manera. Que muchas veces no se puede o es complejo de expresar, pero ahí están tanto el reto como la recompensa.
Todo lo que no sea eso, acabará en caricatura o intento fallido.
Es obvio que, con habilidad y estilo, ese objetivo de hacer sentir puede elevarse al siguiente nivel, pero en muchas ocasiones, basta con contarlo como sale desde la fuente, puro y directo, sin artificios. No en vano, muchos de los libros que más emociones profundas provocan tienen un estilo descarnado y crudo, perfectamente comprensible y que, gracias a la honestidad, consigue su función, transmitir emociones.
Pero no puedes transmitir bien lo que no has tenido o no te has molestado en comprender primero tú mismo.
Por eso también suelo decir que muchos de los escritores que más me gustan suelen pensar hondo, sobre lo que ocurre fuera y dentro de ellos, cosa que se puede ver en cartas íntimas, entrevistas más allá del folleto de marketing y declaraciones o columnas en medios.
Luego están los de la profundidad de un charco en esas entrevistas, reflejo de la profundidad de un charco de su escritura.
La cuestión clave para mí es que el buen escritor trabaja con las emociones más allá de la pura manufactura técnica. Se nota cuando las ha vivido, las ha pensado, las ha escrito (otra manera de tratar de comprenderlas, al fin y al cabo) y las habrá borrado mil veces lleno de frustración, antes de mostrar las palabras que cree que las vuelcan con fidelidad, para que quienes las leen las experimenten también.
Al final, ese es el negocio en el que estamos, las emociones. Un activo poco rentable en dinero, pero el más poderoso.