Las paradojas de la escritura

Las paradojas de la escritura

Uno de los mayores retos de la escritura es que es un ejercicio paradójico y eso la hace difícil. Porque hoy parece prohibido mantener dos ideas contrapuestas en la cabeza, o no se puede creer que las personas tengan más de una cara, más de un doblez, sentimientos encontrados, ser unos y otros sin dejar de ser ellos mismos.

Quizá una de las frases más famosas que mejor ilustra esta faceta del arte es la de Dorothy Parker:

Odio escribir, pero amo haber escrito.

Clarice Lispector reflejó bien esa naturaleza contradictoria de la escritura en unas columnas periodísticas que redactó, durante los años 60 y 70, por esa manía que tenemos los escritores de comer. En ellas, Lispector escribió sobre su arte en estos términos:

Hay un gran silencio en mí. Y ese silencio ha sido la fuente de mis palabras […] Una vez dije que escribir es una maldición… Ahora lo digo de nuevo, es una maldición, pero una maldición que salva […] Cuando estoy escribiendo, siento de nuevo lo que, aparentemente, es la única certeza paradójica: que lo que se interpone entre la escritura y yo es tener que usar palabras.

Porque ¿quién no ha escrito y la principal dificultad para hacerlo ha sido, precisamente, convertir en palabras lo que lleva dentro?

El problema con que la escritura sea así es que, por ejemplo, cualquier consejo sobre el arte es útil e inservible a la vez (contando con que sea sensato y nacido de la experiencia, claro, no una mera repetición de algo leído por ahí y aceptado sin rechistar). De la misma forma, no habrá estructuras correctas, maneras adecuadas, métodos idóneos ni un camino abierto en la jungla que indique que por ahí se va a la buena escritura.

Hay que abrir un sendero propio en la espesura y eso solo se puede hacer a machetazos y a veces llegas a un precipicio, o miras hacia atrás y todo lo que has escrito parece equivocado. Es una sensación común y, aunque parezca mentira, porque no sienta nada bien, es señal de que estás avanzando evolucionando mejorando moviéndote y no te quedas estancado. Y a veces, has de retroceder para seguir adelante.

Otra paradoja es que, no importa lo bueno que seas, el 90% de lo que escribirás seguirá sin valer mucho. Es ese 10% cribado, pulido y destilado lo que enseñas, lo que publicas, lo que define ante los demás quién eres y cómo escribes, mientras escondes bajo la cama el 90% de lo que producen las mañanas de trabajo.

Que es normal creer que, si escribes mucho, llegará un momento en que todo saldrá bien y las palabras serán perfectas, pero no. Los escritores fuimos pioneros en esa falsa imagen que hoy da todo el mundo en las redes sociales. Escondemos a nuestros hijos deformes en el sótano, mientras mostramos solamente perlas escogidas que brillan en el barro de los días dedicados a escribir.

Pelearse con la paradoja es confuso. Abrazar a la escritura como lo que es, un asunto extraño y lioso, resulta difícil. La claridad y las certezas no viven aquí y, si las hubiera en esto, significaría que todos tendríamos que seguir el mismo camino, escribir las mismas cosas de la misma forma. Si miras las portadas iguales de la mesa de novedades de El Corte Inglés, parece ser así, pero no. Ese desfile de fajas rojas no tiene que ver con la escritura, sino con la suerte de unos pocos.

El consuelo de todo esto es que, si uno se siente confundido y perdido, si un día cree que es un genio al releer algo que ha escrito y al siguiente se siente un farsante al releerlo de nuevo, no está roto. Ni se ha equivocado de arte, porque la escritura es eso. La escritura es paradoja. La escritura es aquella frase de Pessoa:

Me quedo asombrado cada vez que termino algo. Asombrado y angustiado. Mi instinto perfeccionista debería impedirme terminar; debería impedirme incluso comenzar. Pero me distraigo y empiezo a hacer algo. Lo que consigo no es producto de un acto de voluntad, sino de la rendición de esa voluntad. Empiezo porque no tengo fuerzas para pensar. Termino porque no tengo el coraje de dejarlo. Este libro es mi cobardía.