Una cuestión de energía

A pesar de que me meto mucho con él, que no le dedico una palabra amable y hasta lo veo como a un enemigo, la culpa no es del tiempo.

De hecho, si miras las cosas más de cerca, éste no es un problema de tiempo la mayoría de las veces, sino de energía.

¿A qué me refiero? Pues a escribir, pero también a cualquier otra cosa que uno se proponga y se salga de la rueda de las obligaciones y lo cotidiano. Así que, a pesar de lo mucho que lo señalo con el dedo (que lo señalamos todos), el tiempo no es el problema para hacer las cosas en la mayoría de los casos.

Hace ya mucho que decidí que una vida cotidiana me parecía cerrar un trato bastante pobre, así que mañana o el lunes podría levantarme y dedicar, si quisiera, todas las horas de mi vigilia a escribir; pero daría igual.

Con buena fuerza de voluntad, después de una hora la escritura se resentiría, a las dos horas ya saldrían todos los renglones torcidos, a las tres horas sólo generaría (más) basura. Aún me quedarían unas buenas nueve horas por delante, pero no sacaría nada, porque da igual que dedique un día entero, una semana entera o que me retire a una cueva durante un mes. Casi nunca es una cuestión de tiempo: hacer, escribir y crear, es una cuestión de energía.

La fuerza de voluntad es un recurso finito, es algo que se ha demostrado una y otra vez.

Si la gastas trabajando, por ejemplo, ya no te queda para cuando llega el tiempo de dedicarte a lo que te gusta.

Si la gastas navegando por tonterías en Internet o en ese debate estéril de Twitter, ya no te quedará energía para hacer bien lo que quieres hacer.

No nos engañemos, igual que otras artes, la escritura no se alimenta de sobras.

Ella quiere, exige, lo mejor que tengas. Con menos que eso no se va a conformar, no te va a dar a cambio nada que merezca la pena. De hecho, incluso sacrificando lo mejor que tengas, la mayoría de veces tampoco vas a obtener nada reseñable, porque la musa es cruel.

Hay unos pocos, los elegidos y buenos valientes, que tienen una fuerza de voluntad prodigiosa, que siempre están motivados y que arden con un fuego dentro que lo ilumina todo. Ellos escribieron y escriben con familias numerosas y con trabajos alienantes. Pero yo no soy especial y no tengo ese don. Yo soy de los miles de normales que, si llegaba a casa después de entregar tiempo en la rueda de molino miserable de un trabajo que no me llenaba, lo que quería era descansar, ver la tele, desconectar y que me dejaran en paz; leer a lo mejor, y luego dormir, porque el despertador iba a exigir su tributo a gritos cuando amaneciera.

Aunque ahora ya no sea así, sigo sin haber adquirido ese poder que tienen los mejores y sigo sin tener más que la fuerza de voluntad justa. Así que yo tengo que ingeniármelas para procurar darle a la escritura mi mejor tiempo.

La mayor parte de las veces, cuando me levanto, lo primero que hago es contar historias, darle a la escritura ese tiempo nuevo y limpio que tengo antes de que mil cosas tiren de él y lo acaparen.

Cuando decidí que escribir sería lo primero que haría cada día, pensé que, saliera algo de todo eso o no, al menos podría decir que me levantaba cada mañana y el sol me sorprendería haciendo lo que siempre quise.

Algunas veces es tan bueno como suena y muchas otras es la maldita pelea colina arriba de siempre, para acabar pensando que por qué se me ocurren esas ideas, que por qué no me obsesionaré con algo normal y pragmático.

Al menos entendí que el problema de no escribir, de no hacer o no crear, es un problema de gestión de energía y no de gestión de tiempo.

De todos modos, eso no impedirá que el tiempo y yo sigamos a pedradas, que yo le mire mal y que él me siga robando momentos y cosas buenas. El tiempo y yo somos esos enemigos atávicos, que ya no saben por qué empezaron a pelear, pero están seguros de que ya no dejarán de hacerlo.