Escribir es una sucesión de apuestas improbables. Iba a decir imposibles, igual que en el título, lo que ocurre es que, como en la lotería, a alguien le saldrán bien esas apuestas, pero nunca serás tú.
Apostar a que lo que escribes querrán publicarlo, a que a lo mejor gana un concurso, a que a alguien le gustará lo que tienes que decir o tendrá siquiera tiempo de leerlo, cuando todo a nuestro alrededor se encarga de absorber esos minutos como sea y que se marchen agarrados a la nada.
A veces, la apuesta es aún más cruel, porque sale y entonces te das cuenta de que no importa mucho realmente. Que ni ese libro publicado, ni ese premio ganado, ni ese fugaz momento de gloria van a cambiar el tren de vía y, pasado un tiempo, serán otro olvido más.
El año comienza y las apuestas del escritor se renuevan. Una vez más, tratarás de sacar tiempo de donde no hay, seguirás esforzándote, seguirás tratando de que el mundo te haga caso cuando no tiene tiempo ni para él mismo.
Que las apuestas no salgan te colocan otro pequeño peso en la mochila y, con los años, es inevitable caminar más despacio por la escritura y por la vida, dándote cuenta de que el mundo no era tu campo de juegos, ni tú el protagonista de la obra. Como todos esos que te encuentras en el metro, el supermercado o las aceras, tú también eres un secundario en las obras de los demás.
Ayer leía Las tempestálidas de Gospodinov, una novela sobre la nostalgia, el recuerdo y el pasado, supongo que aquello de lo que escribes cuando el camino por delante parece más corto que el que queda por detrás. En el libro, el padre del protagonista muere cogido de su mano y Gospodinov escribe:
Se fue la última persona que me recordaba como un niño, pensé. Y sólo entonces estallé en sollozos, igual que un niño.
Hay libros que parecen llegar en el momento adecuado y todas estas reflexiones sobre el tiempo supongo que son culpa de que tu poema favorito sea Ozymandias de Shelley.
Llegará un día en el que se irá la última persona que nos recordará como niños, la última persona sobre la que escribimos y la última que alguna vez nos leyó.
¿Y qué podemos hacer con eso?
Lo mismo que Gospodinov, arte. El último acto de rebeldía, el rabiar y no marcharnos en silencio a la oscuridad, que dijo Dylan Thomas, qué importa si al final es en vano, lo que importa es hacerlo.
Escribir, cantar, dibujar y bailar no alterarán el curso del mundo ni de lo que sentimos, pero al menos construiremos algo con eso. Si la semana pasada hablaba de crear, esta lo hago de hacerlo de manera genuina, honesta, con lo que tenemos dentro en cada paso de este camino.
Que da miedo, pero si no es así, ¿para qué molestarnos?
Tienes que vender tu corazón, tus reacciones más poderosas, no las pequeñas cosas insignificantes que sólo te tocan ligeramente, las pequeñas experiencias que cuentas en una cena.
Hace casi diez años, en esta misma web aparecía la carta de F. Scott Fitzgerald a la que pertenece el párrafo anterior. Hoy lo recupero porque la prueba de la buena escritura es que no importan diez o mil años, que cuando la lees, habla de ti.
Ese es el poder del arte genuino, del que sale de dentro, del honesto. De la apuesta correcta, aunque nunca toque.