EL otro día, en Twitter, la escritora Verónica Cervilla ganadora del IV Premio Ripley con su novela Quién cuidará de ti, hacía una reflexión que, como todas las que merecen la pena, pasó desapercibida.
Como guionista activa en el mundo del cine, comentaba lo siguiente:
Poco se habla de la inversión económica que supone ir a festivales y de la centralización de la industria audiovisual. ¿Hay que ser de clase alta para poder hacer cine? Sí, rotundamente sí.
Luego existe la suerte y la constancia, pero conlleva un coste mental importante. Las escuelas de cine, los másteres, eventos; todo cuesta una pasta. Si tienes un trabajo hasta que alguien te dé una oportunidad, no dispones de tiempo para viajar cuando quieras.
¿Es el cine para unos pocos privilegiados?
La pregunta es retórica, la respuesta es obviamente sí. Hace no mucho, un artículo en El País incidía en ese hecho, aprender cine y hacerlo es muy caro, así que queda para privilegiados.
En general, la dedicación a cualquier arte, y eso incluye la escritura, es también para unos pocos privilegiados.
Y eso se debe a que tiene enormes costes, no solo económicos.
Mientras estás escribiendo, no estás trabajando y la realidad es que la escritura no se alimenta de migajas, como he comentado alguna vez. Está genial ser un diletante en su tiempo libre, pero, si alguien quiere más, no puede hacerse la ilusión de que bastarán las sobras de los momentos que tiene.
Estos son cada vez menos, adrede y por diseño, gracias a un modo de vida configurado para que no tengas ese tiempo o para que, en caso de encontrar un poco entre los cojines del sofá, estés agotado.
Así que te hipnotizas frente a una pantalla y que el algoritmo te empache de idioteces que no alimentan.
En Economía enseñan enseguida uno de los costes más importantes que pagamos en todo, el de oportunidad. Es decir, el coste en el que incurres por no hacer el resto de cosas que sacrificas en favor de la que eliges, en este caso, escribir.
Un ejemplo tosco, pero que sirve para comprender el concepto, es que si te pagan 15 euros la hora de trabajo y eliges escribir 3 horas que no trabajas, escribir no es gratis, te ha costado 45 euros la sesión, porque dejaste de ganar ese dinero al elegir el arte en vez de ir a repartir pizzas.
Escribir tiene enormes e insoportables costes de oportunidad, pero no solo. Están los costes que comenta Verónica en el cine y que son trasladables a cualquier arte, me da igual que pintes, escribas o declames en un teatro. Está el coste de los materiales de pintura, está el coste de tener que viajar y alojarte para presentaciones si no eres Reverte, está el coste de esas escuelas de cine…
En su día, también hablé de cómo el dinero (tenerlo) es lo que más determina que alguien se incline por el arte, porque dedicarse a él fue siempre un privilegio. No me voy a entretener otra vez en la tesis de que el artista bohemio es otro mito, porque ya he hablado de eso muchas veces, pero es que, hasta hace nada en la historia, si podías escribir es que habías recibido una educación y eso nunca era cosa de pobres.
A ese coste económico, cada vez mayor por la «reprecarización» actual y futura de un sector ya muy precarizado de base, se suma otro insoportable coste psicológico.
La escritora Nicole Chung, en un artículo de Esquire lo reflejaba muy bien.
Hubo momentos en los que ganaba tan poco dinero escribiendo o editando que no podía culpar a mis padres por asumir que eran pasatiempos. Solían preguntarse cómo podía pasar semanas revisando el trabajo que ya había hecho, meses en una idea o proyecto que tal vez nunca se vendería. Fue difícil para mí explicar estas decisiones, explicar por qué las tomé incluso cuando no podía permitírmelas necesariamente. Sabía que mis padres no habrían corrido tales riesgos. Crecí viéndolos hacer lo que había que hacer, lo que a menudo significaba improvisar. Mi padre trabajó en restaurantes durante la mayor parte de mi infancia y mi madre en oficinas con tareas administrativas. […] Como alguien que creció en una familia preocupada siempre por el dinero, todavía me siento profundamente ansiosa al considerar cualquier acción que pueda comprometer mi estabilidad. Al mismo tiempo, he aprendido que es imposible perseguir objetivos creativos sin correr riesgos. Aunque algunos de los que he asumido han valido la pena, hay ocasiones en las que me pregunto por el coste asociado para mi familia y si fue demasiado elevado.
Esa es la vida real de quien quiere ser artista y no tiene una cuenta saneada.
Eventualmente, con una enorme cantidad de trabajo y la suerte que hace falta para todo, Chung comenzó a hacerse un hueco, consiguió algunos trabajos, vendió los derechos de un primer libro…
Pero también había una realidad que tenía que afrontar: se me estaba acabando el tiempo para ayudar a mi familia. La salud de mi padre diabético estaba empeorando y mis padres tenían dificultades para pagar su atención y medicamentos. Mi marido y yo tampoco podíamos pagar un cuidado a tiempo completo para nuestros dos hijos, y mucho menos brindar el tipo de apoyo que mis padres necesitaban. La poca ayuda que pude ofrecer no fue suficiente y, a medida que mi padre enfermó más, mi culpa y mi ansiedad se intensificaron.
En mis puntos más bajos, me ataqué a mí misma, a mis decisiones. ¿Qué sentido tenía trabajar y escribir todo el tiempo, aunque lo amara, cuando no podía ayudar a mi familia en lo que necesitaba? Sabía que mis padres sólo querían que yo estuviera bien, que pudiera sustentarme y cuidarme. Pero siempre tuve la esperanza de poder cuidar de todos.
Porque sí, por si alguien no se ha fijado aún, es importante levantar la vista de la página y observar alrededor. Comprobar que el amor por el arte no basta, el trabajo constante no basta y la panadera sigue sin regalarte las barras.
Y esa es la realidad, esos son algunos de los enormes costes de los que no hablamos casi nunca. Mejor los sueños, la pasión y otras idioteces, discursos colaboracionistas con el enemigo que contribuyen a precarizar y hacer que el arte siga siendo de unos pocos.
De los que pueden permitírselo económicamente.
Como siempre, como en todo.