Siempre he dicho que no hay droga más dura que la atención. Recibirla nos hace parecer que existimos, pero de verdad, no como en esta supervivencia extraña de días iguales.
Me refiero a esos lunes anónimos en el metro de camino al trabajo, las mismas caras y ese olor tan peculiar. Me refiero a esos martes en los que tienes otro rechazo, o peor, otra callada por respuesta para tus historias. Ese silencio te borra otro poco y, tras unos cuantos, empiezas a dudar de si sigues aquí realmente, hasta que llega una migaja de atención sobre algo que has hecho o has escrito y todo parece merecer la pena de nuevo, al menos un poco.
Justo antes de escribir esto he visto un lamento así de otro escritor, que tenía uno de esos días en los que te puede el desánimo y te preguntas para qué escribir cuando nadie parece leerte.
Pues bien, hace bastante tiempo, escuché algo que se me quedó: «La atención, o se desea o se presta».
Y, en mi opinión, ambas cosas no son posibles a la vez. No se pueden mantener los dos estados al mismo tiempo, de modo que, si deseas atención, no prestas atención y, así, es difícil escribir algo que merezca la pena.
Otra autora se lamentaba el otro día (todo parecen ser lamentos), preguntándose qué sería de los escritores sin Twitter, si este colapsa finalmente. Pero lo cierto es que el principal efecto, en mi opinión, es que muchos escritores se pondrán a trabajar de una vez, porque prestarán atención, en lugar de desearla y pensar cómo obtenerla.
Esa autora se lamentaba porque Twitter era: «Una escalera que permitía entrar en el jardín amurallado de la industria de la publicación». Al menos, ella había obtenido oportunidades así, gracias a su cuenta. De hecho, el artículo estaba escrito en una de esas revistas sesudas que otorgan prestigio y no habría sido posible para la autora firmarlo si no hubiera existido el pájaro azul.
Dejemos de lado el hecho de si el número de seguidores es el criterio de escritura que debe distinguir a quienes lo consigan. En realidad, Twitter había sido escalera para ella, como un premio literario puede haberlo sido para otros. Es decir, un boleto de lotería ganador, pero un boleto al fin y al cabo, con lo que eso implica para la mayoría de los que juegan cada día: nada. Tiempo y dinero gastado en tuits, fotos, sellos, sobres y manuscritos que lanzas como una botella con un mensaje de auxilio, para no saber de ellos nunca más.
Al final, más que escalera, las redes sociales se han convertido en otro trabajo en el que empleamos lo más valioso que tenemos, la atención, la que deberíamos prestar a nuestra escritura, pero entregamos gratis a cambio de la esperanza de conseguir un poco de la de otros.
Y sí, claro que la atención es lo más poderoso que existe, porque nuestra vida está hecha de aquello a lo que prestamos esa atención y nada más.
Y sí, claro que también es lo más valioso, aunque no lo parezca por cómo la desperdiciamos. La prueba es evidente: otros no paran de intentar conseguirla por todos los medios y nos entregan a cambio entretenimiento olvidable, un puñado de gilipolleces, un enfado constante o, si tienes suerte (no sé si buena o mala), una pizca de adulación pasajera y ya está.
La autora del artículo se preguntaba qué será de los escritores que empiezan y, quizá, no tengan esa escalera para superar la muralla de la publicación. Pues lo cierto es que si esa red (o cualquier otra) desaparece, para la mayoría no implicará nada.
Porque quien lo ha conseguido gracias a las redes sociales tuvo, una vez más, suerte con su boleto y ya está. Pero nos resistimos a pensar que ese es el verdadero nombre del juego en el que estamos.