Una semana más, he visto de refilón el eterno tema de separar al autor de su obra y si eso es posible. Más bien, esta vez la cosa iba de si el hecho de que cierto escritor fuera un capullo alteraba la percepción de la obra o si, retroactivamente, los miles que la adoraron, pero no están de acuerdo con él, deben revisar la opinión sobre lo que leyeron y sintieron.
No me sé la respuesta, pero sí un proverbio: «Nunca conozcas a tus héroes».
El motivo es sencillo, te decepcionarán, porque es imposible vivir a la altura de la idea que te formas de ellos. Y muchas veces, los artistas ni siquiera pretendieron dar esa imagen, no pretendieron dar nada. Sólo escribir, componer o pintar y he aquí otro sapo que nos cuesta tragar, Whitman tenía razón, contenemos multitudes y alguien horrible puede crear algo bello. Suele, de hecho.
Si las personas jamás podremos puntuar bien en todos los tests de pureza, los que hacen algo realmente bueno suelen ser verdaderos capullos en otros ámbitos. Especialmente, en el de la vida real más allá del arte.
La bondad suele ser aburrida y el equilibrio suele ser tibio. Si uno se para un momento a leer las biografías de todos esos en la estantería, comprobará que, cuanto más genios, más despreciables en muchos casos.
Y el que parece más santo, quizá sólo tuvo la suerte de no existir en una sociedad intrusiva e hipervigilante como esta, donde lo embarazoso queda grabado para la eternidad y al artista se le exige enseñar la vida y no sólo la obra. Eso, sin contar a los que se dedican alegremente a escarbar en la basura digital, como si no tuvieran otra cosa que hacer.
No la tienen y, como en todo tema, hay grados y matices en cada situación, pero murieron el día en que nacieron las redes sociales.
En el caso del autor de la semana, era Brandon Sanderson y el hecho de que es mormón profeso. No seré yo quien defienda los preceptos discriminatorios de un culto turbio que, por mí, puede seguir el camino del dodo. Pero incluso yo, que no me interesa en absoluto Sanderson ni lo que escribe, ya sabía que pertenecía a ese culto.
¿Por qué las piedras ahora y no hace años?
Supongo que todo depende de cuando suena el silbato y sales de las trincheras para odiar hoy lo que te dicen que toca y olvidarlo la semana que viene.
No sé, creo que, si nos ponemos a mirar, no queda un solo artista. No soporto a Orson Scott Card ni lo que dice, pero me leí Ender en la universidad y me gustó. ¿Qué hago con el recuerdo? ¿Y con el imbécil de Frank Miller o los maltratadores como Picasso, John Lennon o Enid Blyton? ¿Qué hacer con el racista de Lovecraft o la bocazas discriminadora de Rowling?
No hay artistas puros, sólo artistas que no conocemos lo suficiente, supongo. Tampoco entiendo muy bien la discrecionalidad de las críticas, por qué unos sí y otros no.
Siempre me ha fascinado, por ejemplo, el caso de Elizabeth Moss, actriz y productora de la serie El cuento de la criada. Es una ciencióloga reconocida y, a raíz del éxito de la serie, se ha convertido en un cierto icono de la lucha de las mujeres, un papel en el que, a veces, se deja querer.
Cito a Ron Hubbard, escritor mediocre y fundador de la secta a la que Moss pertenece con orgullo:
Una sociedad en la que a las mujeres se las enseña algo que no sea llevar la familia, el cuidado del hombre y la creación de futuras generaciones es una sociedad que va hacia su extinción.
La ironía se escribe sola y no voy a entrar en la desnortada posición de su iglesia sobre la interrupción del embarazo, o el hecho de que la mujer del líder desapareció «misteriosamente» y nombrarla es tema prohibido.
Pero nadie parece decir nada en su caso y me fascina el motivo.
No sé qué hacer con todo esto, en serio, no lo sé, pero hay quien lo tiene muy claro en el debate y qué envidia.
Yo no tengo idea ni solución, sólo un puñado de sentimientos encontrados. Supongo que al arte le gustan los despreciables y es la naturaleza de la bestia. Mientras tanto, el proverbio del principio siempre me ha servido bien.