Hace poco, el escritor mexicano Daniel Centeno compartía su experiencia literaria en un excelente artículo que merece la pena leer. Allí se centra, sobre todo, en un tema del que no se suele hablar mucho, el de los concursos literarios.
Es un territorio de leyes peculiares dentro del país de la escritura, un sitio que conozco un poco porque me cansé. No de escribir, aunque a veces lo intente con todas mis fuerzas, pero sí de la publicación y lo que la rodea. Hace bastantes años que no envío nada a ninguna editorial, que no me interesa ni sigo ese mundo, y que no cuidé los pocos contactos que hice con pereza y resignación, porque de ellos depende todo.
Hace años que no sé nada de aquellos que alguna vez me publicaron, lo que escribo queda entre la madrugada y yo.
Aunque no del todo, lo reconozco, porque me da un poco de pena encerrar a las historias en un cajón y algunas salen de aventuras y las envío a concursos aquí y allá. Nunca ganan, claro, pero creo que una vez leí que lo importante era el viaje y todo eso.
Lo poco que he aprendido de esa parte del mundo de la escritura es que se parece a muchas otras cosas de la vida y, a la vez, tiene sus propias diferencias.
Para empezar, lo más importante en los concursos es lo mismo que lo más importante en la vida y el arte, la suerte. Para seguir, que la calidad no sabemos qué es y significa poco, aunque eso también es común a todo el continente literario. He visto historias ganadoras que me despertaron la peor de las envidias y otras tan mal escritas, y con faltas de ortografía tan dolorosas, que me dejaron preguntándome cómo es posible que algo así se eligiera entre mil opciones.
Obviamente, los concursos grandes, los económicamente jugosos, ya están amañados de antemano y presentarse es volver a creer en los Reyes Magos. Son herramientas de marketing para otorgar un impulso a un escritor que, normalmente, ya es de la casa que convoca el premio, o bien un flamante fichaje que ya vendía por sí solo. Hay quien dice que, al menos, te da la oportunidad de que una editorial grande te lea, porque de otra manera, nunca lo harán.
Es posible, no lo sé, también los ignoro y evito en las estanterías cuando paseo por la biblioteca.
Luego están los concursos intermedios, normalmente de ayuntamientos, asociaciones culturales, fundaciones y similares. Si tienen una cuantía mínima (digamos que 400 o 500 euros de premio) entonces te enfrentas a muchos cientos, en ocasiones miles, de manuscritos.
Los concursos sufren lo mismo que el resto del panorama literario, la saturación.
Es imposible decidir qué texto es el mejor entre 1500, pero, al parecer, lo hacen y ahí suelen descender en bandada los «profesionales».
Creo que ya comenté alguna vez que hay un curioso subgrupo de escritores, una raza entre nosotros que yo desconocía hasta hace un tiempo y que está especializada en certámenes literarios, en ganarlos en suficientes ocasiones como para sacarse hasta un sueldo anual en ciertos casos muy raros, claro. Yo no tenía ni idea, pero sí. Son unos pocos privilegiados que han hecho un arte de conocer cada concurso y qué puede gustar más en cada caso, examinando ganadores pasados o quiénes componen el jurado, y creando algo adrede que encaje y tenga alguna probabilidad más de ser mirado por la suerte. No los verás en la mesa de novedades de El Corte Inglés, pero, si visitas sus webs o indagas un poco, tienen un palmarés impresionante en concursos y a veces han hecho de eso su trabajo.
Docenas de premios, durante años y años, aparecen bajo nombres que no te suenan de nada.
Eso da una pista de la diferencia que suele marcar en la carrera literaria ganar un concurso o varios. Ninguna. El premio nunca compensa el trabajo, ni los costes de presentarse o vivir en general. Y a las editoriales les importa una mierda tu palmarés, porque la calidad, ganar un concurso y vender ejemplares son tres monstruos diferentes que no tienen por qué ver nada.
Como bien dijo el excelente escritor Santiago Eximeno (rara avis con envidiable carrera literaria y palmarés impresionante), en una charla sobre el artículo de Daniel, es cierto que cuando el premio implica publicación, y esta es con editorial (no de esas grandes donde están preconcedidos), sí que aporta una pizca, una pizca solo, de visibilidad e impulso. Pero tras el destello fugaz del fuego artificial, vuelve enseguida la noche. Eso también pasa con la publicación en general, sin premio de por medio, así que sin novedad en el frente.
Es curioso cómo un arte tan lento como la escritura se quema tan rápido.
Por lo demás, no, no te va a cambiar la vida a menos que ganes el Planeta o algo así, y eso es para los que ya tuvieron fama o fortuna antes.
Pero es cierto que, para mí, presentarme a concursos me imprime una cierta sensación de obligación, me mantiene el camino porque yo siempre he necesitado que me empujen para saltar. El cuento siempre será mi primer amor y eso tampoco se olvida, dice el cliché. Así que voy mirando certámenes, voy poniéndome plazos y voy escribiendo historias y estas cogen su hatillo y salen al mundo a comprobar que está hecho de noes.
A veces han tropezado con un puñado de síes y lo agradezco, pero tengo claro que escribo para perder. A veces esos síes viven en pequeñas ediciones muy limitadas que no llegan a librerías, que acaban en otro pequeño puñado de estanterías que no sé si se leen.