El otro día fui al cine y vi la película de Fast X o como se diga. Creo que es la primera vez que tuve la impresión de salir más idiota de lo que entré, de ser literalmente torturado durante dos horas y media de explosiones y disparos intercalados con la palabra familia.
Hubo incluso un momento de desrealización y abandono de mi cuerpo como mecanismo de defensa. Volví a la realidad tras un tiempo difuso en el que no supe decir de qué lugar regresaba, pero al menos, se estaba tranquilo allí.
Por supuesto, no me perdí nada de la película.
Que la culpa es mía por ir, sé que no iba a encontrar a Kubrick. Que esa historia es la máxima expresión del fenómeno actual de llevar al límite la acción y, sobre todo, no dar descanso, no hacer una pausa, no dejar espacio en blanco en la historia.
No hay un segundo que perder y algo debe explotar o disparar o hacer ruidos fuertes o lo que sea y compadezco a la película. Como muchas de las historias hoy, como muchos libros también, tiene mucho miedo y esa no es manera de vivir.
El miedo es a que la gente coja el móvil, prefiera los videojuegos, entre en Twitter entre escena y escena si no llueven balas o puñetazos. Las historias así tienen un problema de confianza en que el lector o el espectador se irá si no explotamos algo o hacemos otro ruido fuerte. Unido a la tiranía de ser rentable (o no ser nunca más) las historias también se vuelven calcadas para intentar repetir, como sea, el éxito en taquilla o ventas.
Así, todo son segundas partes o franquicias, intentos baratos de nostalgia, personajes reconocibles en pantalla, situaciones que recuerden a otras que tuvieron éxito. Así, las editoriales te piden que escribas también un plan de marketing en la propuesta editorial: a qué género pertenece, a qué historia se parece, a qué público va dirigido y otras cosas que hacen vomitar un poco por dentro, porque la literatura se ha convertido en un MBA.
Se intenta todo para mantener la atención, excepto contar una buena historia. Por definición, esta precisa de esos espacios en blanco, de momentos para respirar. De lo contrario, como en la película de la semana pasada, la historia es sólo una sucesión de acontecimientos supuestamente espectaculares, pero sin el espacio en blanco hay un problema: no importan en absoluto.
Cuando todo es espectacular, nada es espectacular. Cuando muere un personaje que se supone que te tiene que importar (pero no lo hace, porque no era una persona y solo podemos conectar con otros y no con cartón piedra), la película pasa enseguida a otra explosión, diciéndote que lo importante en lo que te tienes que fijar es en eso y no lo de hace un segundo.
Es en los espacios en blanco donde la historia se asienta, donde proporciona, a quien la ve, la escucha o la lee, la capacidad de pensar y sentir sobre ella, de asimilar lo que ha ocurrido y su significado. Pero nada de pensar, nada de sentir, no sea que cojas el móvil.
La respuesta es más ruido, más prisa, más cosas supuestamente espectaculares cada segundo, hasta agotar del todo.
Es demasiado. No deja paladear ni saborear. Todo se quema en segundos y nada deja una huella especial en la cacofonía.
Pero somos animales y el condicionamiento funciona, en los escritores, también. Así que, poco a poco, empezamos a creer que las cosas son así, que las narrativas están hechas de eso. De no dejar espacio y salir de una atracción de feria, donde lo principal es la adrenalina y no la verdadera razón por la que empezamos a contar historias.
La literatura influía en el cine y la televisión y hoy es al revés, así que esa misma estrategia salta a las páginas y no hay espacio para nada que no avance la acción. No se te ocurra hacer pausas, ni descripciones largas, menudo sacrilegio. Tampoco pongas nada que no contribuya a la trama y no juegues, no experimentes, no te diviertas ni te atrevas. Lo dicen los consejos de escritura, lo dicen las peticiones de las editoriales, lo dicen las listas de ventas.
Y así vamos saturando las entrelíneas, tratando de gritar que de verdad todo importa, que por favor no se vayan. Tratamos de competir con otros medios en su terreno, en lugar de reivindicar la fortaleza y lo propio de la literatura, lo que las otras maneras de contar no pueden imitar.
La escritura y las historias han perdido la confianza y, en esa crisis de inseguridad, ahogan al espacio en blanco y, de paso, al lector.