Hace poco leía al autor Mason Currey y se preguntaba por el motivo por el que resulta tan difícil para los escritores (aunque lo extiendo sin rubor al resto de artistas) pedir dinero por lo que hacen.
Y uno de los motivos es curioso e interesante. Currey referenciaba el libro The gift de Lewis Hyde, cuya premisa principal, destilada en el título, es que, para que una obra sea realmente arte, debe hacerse con un verdadero espíritu de regalo, sin una pretensión económica, sin querer convertirlo en una mercancía con sueños de grandeza. Escribes por amor y por una de sus expresiones más habituales, dar.
Cito:
Si estoy en lo cierto al afirmar que, donde no hay regalo, no hay arte, entonces puede ser posible destruir una obra convirtiéndola en pura mercancía […] No sostengo que el arte no pueda comprarse y venderse, sostengo que la parte de regalo de la obra impone una restricción a nuestra comercialización.
Me parece una hipótesis intrigante que puede tener mucha razón. Es difícil hacer arte y luego enfrentarse a convertirlo en algo que vender. ¿Cómo traduces eso? ¿Cómo lo valoras? ¿Cómo conviertes el agua en vino? El verdadero espíritu de una obra de arte no es mercantil, pero luego debe serlo y cuesta mucho saltar de una cosa a otra y la mayoría nos caemos en el foso que separa ambos mundos porque nos quedamos cortos. Somos tímidos tomando carrerilla y no creemos, en el fondo, que lo que hacemos valga algo, porque los artistas nunca vamos sobrados de dinero ni de autoestima (sé de sobras que no hay nada más arrogante e insoportable que un escritor, yo mismo los evito, pero precisamente esos enormes egos de cristal son la marca del que no se quiere y nunca lo hará).
Me parece una premisa interesante e incluso trascendente que, probablemente, tiene razón. Lo que ocurre es que yo creo en esas cosas y a la vez soy un horrible pragmático. Por eso pienso que las cuestiones importantes no suelen tener un solo motivo, que varias cosas, incluso contrarias, pueden ser verdad. También que el arte es poderoso, pero el mundo real golpea fuerte.
Y ese mundo real nos condiciona y nos instruye en esa estúpida noción de que todo se puede valorar con dinero, pero el arte no. Que este debe compartirse libremente, que cuando llegó la pandemia, por ejemplo, todos los artistas tuvimos que ser los monos de feria que diéramos gratis, además de ser los más afectados. Que mientras todos engordaban, nosotros cantáramos, escribiéramos y pintáramos sin pedir a cambio más que un agradecimiento fugaz y un olvido al segundo siguiente, dos cosas que no puedes llevar al banco.
Poco a poco, el mundo te enseña y te educa (quieras o no) en que arte y dinero son mala mezcla, cosa que le viene muy mal al arte, pero muy bien al dinero. Ese queda para unos pocos privilegiados que tienen que dar gracias o para un sector del arte que, nunca tuve mucha idea hasta que se me ocurrió echar un vistazo, lo usa sin pudor como máquina de lavado de dinero y refugio dudoso de inversiones.
Pero ese es otro tema.
El de hoy es que estoy seguro de que Lewis Hyde tiene razón y que el mundo también crea un contexto para el artista respecto al dinero en el que le resulta muy difícil pedirlo, pero a los demás también les resulta muy difícil darlo, como cualquiera sabe cuando se ha encontrado a alguien que admira lo que hace, pero no está dispuesto a compensarlo. Ni a creer que necesites comer. O peor, que te sanciona con frases como que: «Deberías pagar por el privilegio de dedicarte a eso» o: «Encima de que haces lo que te gusta, pides dinero…».
No voy a dedicar más palabras a esa gente. No lo merecen y, si no entienden por qué, tampoco marcará ninguna diferencia que yo lo explique.
La cuestión es que se nos maldice con esa educación y condicionamiento, sumada a la poca autoestima y al hecho de que sí, el dinero debe quedar fuera cuando haces arte, pero luego cuesta demasiado dejarle entrar en casa.