Esta mañana de miércoles comienza con un rechazo, otro día cualquiera en la vida del escritor. El mensaje llega con uno de esos textos amables que dice que «no es lo que están buscando». No aclara si es bueno o malo, sólo que no es lo que buscan.
Aunque parece que no, todavía exploro caminos por los que mandar de viaje a mis historias: certámenes, revistas, proyectos al margen que me parecen interesantes, alejados de momento de la publicación tradicional.
Una pena esta negativa, porque la historia me gustaba y la escribí pensando solamente en esa oportunidad, pero no funcionó.
Cuando llega un rechazo, no viene solo, sino con un montón de preguntas: ¿Tan malo era? ¿Tan malo soy? ¿Es la carta un eufemismo educado? ¿Para qué tanto tiempo dedicado? ¿Por qué todos los rechazos suenan a ese horrible: «No eres tú, soy yo»?
Parece que ha pasado una eternidad desde que leí The war of Art de Steven Pressfield y no se me olvida su premisa: si quieres convertirte en un escritor, debes convertirte en un «profesional». Una de las características de ese «profesional» es un cierto desapego hacia lo que hace. De esa manera, si un barco no llega a puerto, que es lo habitual, no te hundes con él, porque no te has atado.
Es un buen consejo, porque la escritura en un viaje maníaco-depresivo donde unos días te crees el rey del mundo y otros el del barro. Por eso es necesaria la cierta distancia que pone un profesional con respecto a lo que hace. Si no es así, el caballo te arrastra en vez de llevar las riendas y quedas a merced de los demás.
El problema es el mismo de siempre, que la teoría es genial, pero la práctica ya es más difícil. Los rechazos siempre duelen y el tiempo ayuda. Mañana me acordaré, pero dentro de unos días, lo dudo.
Escribir es caminar siempre por líneas muy finas y los rechazos son relativos. Algunas historias que me han ganado premios en un lugar fueron sistemáticamente ignoradas en otros. ¿Son esas historias buenas o no? Pues lo fueron para unos y no lo fueron para muchos antes de eso, supongo, pero lo que contaban y cómo lo hacían era casi idéntico todas las veces.
La fina línea que caminas tras el rechazo consiste en ser humilde como para echar otro vistazo, por si la historia puede mejorar, pero también es recordarse, a la vez, que escribir mal vive, en parte, en los ojos de otros. Que a veces me han dicho que no los que han dicho que sí a relatos incomprensibles que no tenían ni las comas del vocativo. Y en otras ocasiones, hay que reconocerlo, lo que envío es basura.
Hace mucho tiempo, hablé de la campeona de póker Annie Duke y el concepto de resulting. Es la tendencia, innata y habitual, de valorar una acción por el resultado que proporciona.
Así, según esa filosofía, si una jugada nos ha hecho ganar, la estrategia ha sido buena, pero si nos ha hecho perder, ha sido una mala decisión. Como bien aclara Duke, esa es una manera horrible de jugar al póker y, en general, de hacer juicios, o tomar decisiones.
A la hora de escribir, habrá días buenos y malos, historias premiadas e ignoradas, comentarios positivos y negativos… Viene con el territorio y guiarnos por el resultado no es manera de vivir.
Por eso, hacerlo un poco mejor significa recordar la igualdad de los esfuerzos.
Los días de escritura fluida y los que acaban en casi nada tienen la misma importancia, lo parezca o no, porque nos sentamos y trabajamos honestamente y avanzamos, incluso cuando parece que retrocedemos o tenemos tres páginas menos tras pulir el desastre que ayer nos parecía genial. Las historias que los demás nos ignoran son tan importantes como las que nos publican. Sin las primeras, las segundas no habrían existido.
Los cuentos mediocres y los días nefastos también son piedras que construyen la escritura. Y muchas veces, no vas a poder distinguir unas de otras. Al menos, yo no.
Al final, mi conclusión es la misma casi todas las mañanas, que ahí llega el día y sigo sin tener ni idea de nada.