Si crees que yo hago cada día lo que digo aquí, por fin he encontrado a alguien más inocente que yo. Si crees que los que admiras tampoco fallaban nunca, haz caso al viejo proverbio y no conozcas a tus héroes.
Algunas mañanas, escribir no es lo primero y el contexto tampoco es adecuado. Y tengo preocupaciones como el que más y mi relación con la escritura es agridulce como la de todos.
Y no pasa nada.
Hay un peligro en la perfección, en la mentalidad maximalista del todo o nada, de modo que si no es perfecto, no nos ponemos a trabajar. Casi nunca será así.
Y no importa.
No importa si escribes a las tres de la tarde en un hueco, más mérito tiene. No importa si hoy dedicas sólo diez minutos, ya son más que cero, muchos más de lo que emplean muchos que no se callan con lo de que son escritores. No importa si te sentaste sin saber qué ibas a contar o si antes de eso has navegado tres horas sin rumbo por Internet.
No importa lo que hayas hecho hasta el minuto anterior a escribir, importa hacer lo que puedas con lo que tengas y la victoria es que eso ocurra más veces de las que no. O que ocurra simplemente. Mi posición real sobre escribir cada día es que, cuando estableces un compromiso sincero para hacerlo, fallas a veces porque eres persona, pero fallas muchísimo menos que si no te lo propones. Ahí está el verdadero valor de esa mentalidad y no nos engañemos, la vida está diseñada adrede para ser agotadora, tener energía para algo más que soportarla ya es un acto de heroicidad.
El matiz importante es este, la perfección es enemiga de la escritura, pero no siempre, de ahí lo de hacer equilibrios sobre ella.
A la hora de ponerse a hacer las cosas, es enemiga. Yo he sido culpable de buscar esa perfección antes de empezar, de no ponerme hasta que la fuente de letra fuera perfecta en la pantalla. Y me he pasado el tiempo retocando cosas, documentándome y planeando, en vez de escribiendo.
Y no pasa nada, fustigarse no ayuda a mejorar la escritura, sino a que le pillemos manía.
A la hora de reescribir (que es de lo que hablamos cuando hablamos de escribir), la perfección es una aliada, pero debe llevar rienda y saber cuándo tirar de ella para parar y soltar de una vez lo que has hecho. Hasta entonces, hay que entender también que, si no hay una cierta obsesión por hacerlo lo mejor posible, no saldrá nada bueno, porque no importará lo suficiente. Los mejores escritores eran obsesivos, agonizaban por una coma y detenían todo hasta encontrar las palabras perfectas, que al día siguiente no valían y vuelta a empezar.
Por eso, en realidad el perfeccionismo es una cuerda floja, como casi todo lo importante en la vida, y es fácil caer de un lado o del otro.
Y de verdad que no pasa nada cuando es así. Que por suerte, cuando se trata de escribir, si aún nos queda otra mañana al día siguiente, también nos queda una oportunidad y bastante baja tenemos la autoestima los escritores (especialmente esos con un enorme ego de cristal) como para machacarnos todavía más, porque no lo hacemos como creemos que lo hacen esos que admiramos.
La respuesta a ese cómo lo hacen es la misma para todos: como pueden con lo que tienen.
Escribir se hace a contracorriente y, si al final del día somos unas cuantas palabras más viejos, pues hemos ganado. Y si no, de verdad que no pasa nada, porque tampoco hemos perdido.
Nos encanta asignar una autoimportancia inmerecida a lo que hacemos y somos, pero es mejor despojar a la escritura de ese peso y se nos hará más ligera.