Las ventajas de ser un idiota que escribe mal

Las ventajas de ser un idiota que escribe mal

Yo, antes, era un idiota que se pensaba el mejor, cuando mi escritura era un asco. No sabía que lo era, claro, yo creía que todas las florituras me hacían inteligente, pero me convertían en inaguantable, en barroco, una montaña que subir hasta un final que no compensa.

Y, en parte, añoro aquellos preciosos días del idiota.

Que todos echamos de menos algo así, pero no porque fueran los mejores tiempos, sino porque éramos jóvenes y teníamos el mayor de los lujos, la sensación de tiempo por delante, de poder perderlo sin remordimientos. De que quizá hoy no sucederá, pero no importa, así que no pasa nada por otra negativa, queda mucho viaje y lo que pasa es que no reconocen mi talento.

El típico escritor medio y la típica vergüenza ajena que da, pero ser un idiota que escribía mal tenía otras enormes ventajas, porque tocaba a todas las puertas esperando abrirlas con mis palabras mágicas.

Y en aquellos tiempos de ignorancia y falta de dudas, como tocaba a todas las puertas, pues más de una se abrió, es la ley de los grandes números. Publiqué más, desde luego, y todavía me persiguen unos cuantos fantasmas que mejor no releer, pero de verdad que echo de menos el desparpajo y el pensar que eres mejor que el resto. Sin duda, es psicológicamente más sano que dudar todo el tiempo y que el mar rojo de piratas literario dé demasiada pereza como para acercarse de nuevo. Que toda industria es igual, tampoco nos engañemos, muchos amigos son músicos y la historia es la misma si cambias relatos por canciones.

Echo de menos irme a los bares a escribir, porque ahora, como Geoff Dyer, es un acto de aseo íntimo que realizo a solas antes de que salgan el sol y las obligaciones.

Echo de menos pensar que soy el mejor cuando quito los dedos del teclado, creer que salvaré a la escritura en lugar de ella a mí.

Echo de menos apurar la cerveza y marcharme a casa con la última luz de la tarde y los sueños de grandeza intactos.

Es mejor ignorar unas cuantas cosas de uno mismo y del mundo para disfrutarlo.

Y hay otra cosa que me cuesta comprender, lo reconozco, que la recepción a lo que hacía y mostraba no era del todo mala en ocasiones. Cuando creo que no tenía ni veinte, la editora de una casa conocida se interesó por si tenía algo más extenso que los cuentos que había leído porque yo los puse en su mesa, pensando que no habría conocido a Raymond Carver o Elena Garro, cuando el que no los había leído todavía era yo.

La sensación de estar ante alguien que escribe bien es horrible, porque disfrutas como nunca de lo que lees y, a la vez, te das cuenta de cuánto te falta y lo pequeño que eres.

Como no me atrevo a dejar ir, aún conservo aquellos cuentos, especialmente, el que aquella editora dijo que más le gustó. Se llamaba La chica de la librería y es un relato horrible que pertenece al género pretencioso. A veces, esa historia me despierta la duda de si habré involucionado en realidad con el tiempo, si escribir mal es lo que hago ahora y entonces no era idiota, simplemente, era un autor que creía en cosas, sobre todo, en él mismo.