Cualquier cosa que sirva para escribir ejerce una poderosa atracción sobre mí. Tengo una colección indecente de teclados mecánicos, muchos construidos desde cero para que, además de la estética, cada uno proporcione exactamente el sonido y la sensación que deseo al escribir. Como un músico con sus instrumentos, cada mañana elijo uno según esas cosas del día y del ánimo que son difíciles de describir.
También poseo bolígrafos y plumas, extraños dispositivos de escritura de todo tipo, alguna vieja máquina de escribir a la espera de restauración y, por supuesto, cuadernos.
Muchos cuadernos.
Algunos de los más bonitos me los fabricaron adrede con el papel y la encuadernación que pedí, son una preciosidad y lo cierto es que, a la hora de escribir, elijo los más baratos que puedo encontrar en cualquier tienda. En ellos garabateo lo que se me ocurre y me los llevo a todas partes, algo que muestran sus arrugas y sus marcas y sus páginas arrancadas.
¿Por qué otra libreta barata más cuando poseo preciosidades sin usar?
Porque algo hay roto dentro de mí, supongo, pero me permiten experimentar sin culpa, expresarme sin miedo a que lo que ponga acabe en tachón o no esté a la altura de la obra de arte que es el cuaderno bonito.
He de reconocer que algunos de ellos siguen intocables o con un par de cosas sin importancia. Sin embargo, las mejores ideas y casi todo lo bueno que aprendí nació de páginas feas en cuadernos baratos, de un puñado de bolígrafos cualquiera que tampoco fueron nunca los mejores, pero sí capaces de germinar la semilla tras muchos tachones.
He de reconocer que, entre todas mis rarezas, se encuentra también la de que la perfección de los cuadernos bonitos sea una fuente de ansiedad. Que casi todo lo es para los escritores, pero yo me entiendo. No quiero manchar esa belleza. Cuando la veo y la toco, siento la presión de escribir algo a la altura de la página, de hacerlo bien a la primera porque no hay margen de error.
Pero la escritura no funciona así y es justo lo contrario, la capacidad de empezar algo horrible y terminar construyendo algo precioso con eso, muchas veces, tras demasiados intentos.
Hablo de escribir, pero en realidad hablo un poco de todo.
Destruir algo bonito, mancharlo porque al final son sólo cosas, empezar la botella de vino bueno un martes sin motivo… Me cuesta y por eso compro y escribo siempre en los cuadernos más baratos que encuentro. En ellos siento que no tengo que cumplir ninguna expectativa y esa libertad y permiso que me doy para los tachones es el único camino para escribir bien.
No hay, como decía Hemingway en la carta de la semana pasada, nadie capaz de pensar tan bien como para sentarse y escribir una obra maestra. Él sacaba una página así de cada noventa y una hechas de mierda, y la misión del escritor es tirar esas a la basura (si es capaz de identificar cuáles son, que ese es otro tema).
Pero ¿cómo voy a arrancar páginas perfectas con el gramaje y la retícula exacta que pedí? ¿Cómo voy a aflojar los hijos del cosido copto arrancando los pedazos necesarios para que quede lo bueno tras la poda?
No sé si viene de familia, de niño, de profesión o de todas esas cosas y algunas más que no conozco. En casa de mis padres, la vajilla «buena» envejece sin tocar tras una vitrina, esperando la ocasión perfecta que nunca vendrá. Algunos cuadernos bonitos viven de la misma forma conmigo, susurrando la fantasía de que lo mejor que escriba será en ellos, con una caligrafía cuidada que tampoco tengo.
Pero al final, siempre son los cuadernos gastados y medio rotos, árboles de otoño que han perdido demasiadas hojas para que el resto pueda brillar. Esos albergan la semilla de algunas de las mejores cosas que he escrito. Y la semilla era fea, creció entre errores y tachones, fue abonada por el montón de mierda que la rodeaba y no puede ser de otra forma.