Por qué no estás escribiendo ahora mismo

Por qué no estás escribiendo ahora mismo

Ahora mismo, no escribes porque estás leyendo esto, pero hablo en general. ¿Por qué nos llamamos escritores cuando no escribimos?

Porque si hay una queja que suelo escuchar es esa.

Como en todo lo importante, confluyen a la vez diversos motivos, muchos de ellos, invisibles.

Hace tiempo hablaba de que, al final, no nos podemos hacer trampas al solitario. Todo se reduce a un pequeño momento de decisión, la de ponernos a trabajar o no. Y debemos tomar esa decisión de escribir más a menudo de no lo que no lo hacemos.

Al menos, si de verdad queremos llamarnos escritores.

También he comentado que, siendo cierto lo anterior, el hábito es mil veces más preferible (porque es mil veces más poderoso) que la fuerza de voluntad. Al menos, para los que carecemos de ella, porque supongo que siempre hubo héroes, pero no conozco a ninguno.

Y hay más razones, pero hoy me quiero centrar en una bastante insidiosa, y no caer en un error habitual con la escritura y con muchas cosas hoy: culpabilizarnos o creer que, a la hora de no escribir, tenemos toda la responsabilidad.

Esas narrativas están muy de moda, responsabilizando a los mismos de siempre que vivimos debajo, mientras se desvía la atención de lo importante y lo que ocurre realmente

Hoy me quiero centrar en el hecho de que casi todo lo que nos rodea, lo que consumimos y toca a nuestra puerta, está hecho para que no escribamos. Se ha diseñado para eso. O mejor dicho, se ha diseñado para que no creemos, sino que consumamos.

Todo el tiempo.

Nuestra atención es valiosa, así que se captura. Las tecnológicas emplean a ingenieros del comportamiento que diseñan interfaces y algoritmos que tocan los puntos débiles que tenemos programados bien dentro desde que bajamos del árbol. Todo lo que nos rodea es más atractivo que ponerse a escribir y, el aburrimiento, que es el lugar de nacimiento de la creatividad, se ha pintado como el antagonista de nuestra historia, cuando es el aliado más poderoso.

Así, la realidad no es tanto que no decidamos escribir, sino que se nos ha robado gran parte de ese momento de decisión propia, creando un contexto que nos empuja, casi inevitablemente, a que no nos pongamos a ello.

Porque si encontrar ese hueco siempre ha sido difícil, ahora jugamos a la contra en territorio enemigo.

Pero te dicen que te falta fuerza de voluntad.

La otra gran conversación va del hecho de que el contexto también nos absorbe la energía, que es de lo que depende todo. Agotados por horas interminables de trabajo, saturados de preocupaciones y anuncios, con un futuro que desapareció porque también nos lo robaron, no queda una chispa en la pila para escribir.

Y eso, si tenemos tiempo directamente.

Porque no, no se nos da el mismo a todos cada día cuando amanece, no importa lo que repitan todos esos colaboracionistas del gran engaño.

Pero de nuevo te dicen que te falta fuerza de voluntad.

Siempre hubo unos pocos escritores y luego los muchos que jugaban a serlo o decirlo. Eso ha sido, es y será siempre así. Pero no nos engañemos, los tiempos han cambiado, la máquina exprimidora apura las últimas gotas de atención y beneficios, y todo lo que he comentado acelera para llevarse lo último que quede.

Y así, escribir (crear algo «inútil», como muchos suelen decir a veces) se convierte en un acto de rebeldía inconcebible. Igual que leer un libro y no un timeline o como se llame.

Al fin y al cabo, la escritura siempre fue un privilegio y no un arte de pobres. Pero se destacaron las narrativas bohemias, prácticamente un mito, porque eran mejor historia y porque no queda bien decir que, como todo, la prerrogativa del arte también pertenece masivamente a los más ricos.

¿La solución? Ni idea.

Este fenómeno está en todas partes, inserto como un parásito imposible de arrancar sin matar al huésped. Está en las pantallas, en los bolsillos, en las conversaciones sobre el tema de turno que te dice cómo te tienes que sentir. En la obligación de tener siempre una opinión, de considerar a otro un enemigo, en los titulares de las cosas que gritan todo lo que va mal, porque siempre llama más esa atención que hay que capturar.

Yo opté por el camino del ermitaño que lleva hasta una cueva, pero no creo que sea una solución exportable, porque se paga un precio hecho de invisibilidad.

Me desinstalé redes y aplicaciones del móvil. Cuando entro a Internet, lo hago con algunos escudos contra el algoritmo (que apenas hacen nada, pero bueno), también escribo al amanecer, cuando la pila está un poco cargada y el contexto y los demás duermen. No me relaciono apenas con escritores, de manera que no me comparo (mucho) para bien o mal, otra inevitabilidad dañina, ni me distraigo con diatribas sobre lo humano y divino acerca del proceso de escritura, en vez de ponerme a escribir (para dar salida a eso, que nos gusta más que el trabajo ante la hoja en blanco, ya tengo este momento cada semana).

Y cuando toca descomprimir, me relaciono siempre con gente que no escribe, ni sabe o le importa si yo lo hago.

Todo lo anterior es hábito, no tengo que proponérmelo. Es algo que soy y hago por la fuerza de la costumbre. Y con todo eso, apenas puedo abrir una grieta en ese contexto que nos inunda, pero, aunque sea sólo un poco a veces, escribo.

Y fracaso otras de esas veces, claro. Pero eso queda entre la mañana y yo.